Escribe la periodista Gabriela Bustelo que la revolución informática ha
causado un abismo generacional tan importante que enfrenta a dos mundos tan
distintos como pudieran serlo dos civilizaciones. De acuerdo con la escritora Bustelo.
Me atrevo a añadir que la guerra generacional ya está finiquitada. Y como subraya
Bustelo, el concepto de cultura ha cambiado. Pero sigo insistiendo. Lo que nos
queda de estas guerras es una “inestabilidad crónica”. Y sobre todo, una
dramática indefinición sobre el futuro próximo. Y que nada agota y restringe
más la vida que la indefinición que nos habita.
Hace un par de años que el sociólogo francés David Le Breton, un
imprescindible, publicó su “Desaparecer de sí mismo. Una tentación contemporánea”.
Es uno de los ensayos más brillantes que he leído. Le Breton aborda uno de los
temas más recurrentes en el diálogo social de ahora mismo: esa creciente
tentación que verbalizan muchos ciudadanos de desaparecer para poder librarse
de las obligaciones que conlleva la vida social que nos hemos dado.
Para el escritor
francés en una sociedad en la que prevalece la flexibilidad, la
urgencia, la velocidad, la competencia y la búsqueda irrenunciable de eficacia
en todas nuestras acciones, el “ser uno mismo”, esa cualidad tan valorada hace
unos pocos años no sirve para nada: este tiempo exige estar en
el mundo, estar relacionado constantemente con los demás,
adaptarse a ciertos acontecimientos desagradables y sobre todo, asumir, hacerse
cargo de todo lo que comporta su autonomía como ciudadano, lo que a muchos les
resulta agotador. ¡Y sin posibilidad de escape! “La época actual, insiste Le
Breton, obliga a estar movilizado, dar un sentido a la vida, basar las acciones
en valores” y, a la vez, esforzarse constantemente en evitar el desasosiego.
En este contexto, el mandar el famoso “ser uno mismo” a
tomar vientos, es una tentación muy sugerente. El individuo contemporáneo
necesita cada vez más a menudo alejarse de los demás para liberarse de las
exigencias que impone la comunicación social. O sea, colgar el cartel de
“ausente”. Según Le Breton, esta
ausencia responde “a una sensación de saturación, a un exceso experimentado
por el individuo”. A veces, la depresión, el burn out o el aislamiento
voluntario traducen ese malestar ingobernable.
Le Breton enumera que ciertas “historias personales, una
ruptura particular, una separación, un duelo, un despido, un hastío conducen
a desprenderse poco a poco de sí mismo”. Le Breton describe cuatro formas
radicales de desprendimiento de uno mismo: la vida impersonal, la indiferencia,
la multiplicación y la desaparición.
Y va desgranando lentamente estas posibilidades, así como
las representaciones con que afloran en las distintas etapas vitales: senectud,
juventud, adolescencia, etc.
El libro es un lujo inagotable. Dudo que haya alguien que no
se vea reflejado en alguna de sus páginas que obligan a volver sobre los pasos
que vamos dando a diario, muchas veces de forma rutinaria, estereotipada, como
los autómatas de Ridley Scott en “Blade Runner”. Y esto no siempre es fácil. No
todo el mundo tiene igual de fácil ser “sujeto de derecho” y poder ejercerlo.
“Desaparecer de sí mismo, una tentación contemporánea”, el
libro de David Le Breton, puede leerse a la vez que “Parte de una historia”, la
última novela que Ignacio Aldecoa, el escritor vitoriano, publicó en 1967, un
año antes de morirse con 44 años. “Parte de una historia” es tan desconocida
como valiosa. Es una gran obra. Ignacio Aldecoa la escribió mientras pasaba una
severa crisis personal, superado por las presiones que le exigía la vida
cosmopolita madrileña. Para ello se aisló durante unas semanas en la pequeña isla
canaria de La Graciosa, junto a Lanzarote. Y allí construyó esta maravillosa
novela que da cuenta de la recurrente necesidad del hombre de abandonar las
exigencias sociales por un tiempo si quiere resolver ciertas angustias que
llegan en forma de severas y dolorosas vacilaciones personales. “Parte de una
historia” es, probablemente, la primera historia de una desaparición de sí
mismo escrita en castellano. En Francia, es posible que Georges Perec ya
hubiese escrito al respecto. Pero nadie en España había ido tan lejos como
llegó Aldecoa. Nadie se había abierto en canal como él lo hizo él mientras se contemplaba
en el océano en los largos atardeceres canarios bajo el acantilado de cinabrio lanzaroteño
que se ve desde La Graciosa. Allí, Aldecoa cuenta que pudo dar calma a su dolor
y comprenderse distanciado de la imagen que tenía de sí mismo a miles de
kilómetros. Y acalló sus temblores existenciales.
“La desaparición puede ser una solución al agotamiento que
implica ser sí mismo y a la sensación de haberlo dado todo”, escribirá Le
Breton en 2015.
La tentación de desaparición de sí mismo aumenta porque
es cada vez más difícil ser un individuo plenamente realizado. De hecho,
liberada de las tradiciones y de las costumbres, cada persona se convierte en
su propia dueña y solo debe rendir cuentas a sí misma.
A nadie se le escapa que lo que Le Breton cuenta no es nuevo
y no es ninguna patología. La voluntad de desaparecer es ampliamente
compartida, aunque tome diferentes formas, que van del cambio de vivienda o del
cambio de empleo, al traslado a otro país, etc. Pero, como subraya el autor,
en la mayoría de los casos, los individuos necesitan alejarse momentáneamente
de los demás para descansar, recobrar fuerzas y volver fortalecidos a la vida
social. Muchas veces, todo puede comenzar con la forma más fácil de desaparecer,
que es yéndose de viaje. Pero parece que cada vez con más frecuencia de este
viaje surge una instalación definitiva en otro lugar tras experimentar un
renacimiento personal llamativo con la lejanía de los pesares cotidianos. Y que
hay agencias de Internet expertas en organizar estas desapariciones
rápidamente, eficazmente y sin dejar rastro alguno. Tiene razón Gabriela
Bustelo cuando habla del choque de generaciones que ha generado la informatización
del mundo. Pero habrá de explicar la autora porqué el protagonista de “Parte de
una historia”, escrita en 1967, utiliza esa novela a modo de postal para
decirle a su mundo madrileño: “He encontrado el paraíso. Nunca más vuelvo”.
Buenos días. Y buena suerte¡
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